Los libros son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra. James Russell Lowell (1819-1891) Poeta y escritor estadounidense.
En Mates también se lee
Ernesto, un muchacho que dice "odiar con todo su corazón las matemáticas", entra en contacto con un mago, el mago Minler (anagrama de Merlín) que le muestra una cara atractiva y sorprendente de las matemáticas, le enseña a adivinar números, desatar lazos imposibles, trucos visuales y juegos de cartas. Así Ernesto verá las matemáticas desde otro punto de vista.
El trimestre pasado leyeron El asesinato del profesor de Matemáticas de Jordi Sierra i Fabra, editorial Anaya (169 páginas).
Tres alumnos que odian las matemáticas tienen que investigar el asesinato de su profesor, para ello tendrán que resolver varios problemas y descubrirán que las matemáticas no son tan difíciles. Humor y misterio se combinan en esta lectura.
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Blog sobre lecturas de Mates
Poemas sobre la paz
No podemos cerrar los ojos de Federico Mayor Zaragoza
No podemos cerrar los ojos.
No podemos ni un día más
dejar de decir
alto y fuerte
lo que sentimos y pensamos.
Alto y fuerte
para que llegue
a todas partes.
y será la brisa permanente
la que prevalezca
No podemos guardar silencio
ni cerrar los ojos,
porque todos tenemos
un futuro común.
Uno solo.
Federico Mayor Zaragoza
La Muralla, Nicolás Guillén
Para hacer esta muralla,
tráiganme todas las manos:
los negros sus manos negras,
los blancos sus manos [blancas.
Ay,
una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa,
allá sobre el horizonte.
- ¡Tun, tun!
- ¿Quién es?
- Una rosa y un clavel ...
- ¡Abre la muralla!
- ¡Tun, tun!
- ¿Quién es?
- El sable del coronel ...
- ¡Cierra la muralla!
- ¡Tun, tun!
- ¿Quién es?
- La paloma y el laurel ...
- ¡Abre la muralla!
- ¡Tun, tun!
- ¿Quién es?
El alacrán y el ciempiés ...
- ¡Cierra la muralla!
Al corazón del amigo,
abre la muralla;
al veneno y al puñal,
cierra la muralla;
al mirto y la yerbabuena,
abre la muralla;
al diente de la serpiente,
cierra la muralla;
al ruiseñor en la flor,
abre la muralla ...
Alcemos una muralla
juntando todas las manos;
los negros, sus manos negras,
los blancos, sus blancas manos.
Una muralla que vaya
desde la playa hasta el monte,
desde el monte hasta la playa,
allá sobre el horizonte ...
"Madame Bovary"
Aquí tenéis el argumento.
Primera parte
Tras su infancia, y teniendo terminados sus estudios en una escuela de provincia y la facultad de Ruan, Charles Bovary, recién trasladado a Tostes para ejercer como médico, se casa con una viuda por expresa petición de su madre, aunque la relación no será duradera debido a que la primera esposa de Charles fallecerá poco después del enlace. Debido a su trabajo, Charles debe visitar en una granja al señor Rouault y allí se encuentra con una bella joven, la hija del señor Rouault, Emma, que consigue seducirle. Charles se enamora y le pide al señor Rouault, la mano de su hija en matrimonio. Ella consiente y se convierte en la señora Bovary. Madame Bovary, asidua a la lectura de novelas románticas, tiene unas ideas sobre el matrimonio que no llegarán a corresponderse con su relación con Charles. Después de una visita a la casa del marqués de Vaubyessard, Emma vuelve a fantasear con una vida idílica, privilegiada. Pero la vuelta a la realidad, a una vida aburrida junto a su marido, hace que Madame Bovary caiga enferma. Para su recuperación, Charles decide cambiar de aires, y trasladarse a un pueblo cerca de Ruan, Yonville-l'Abbaye.
Segunda parte
Cuando se trasladan a Yonville, Emma se encuentra embarazada, dará a luz a una niña a la que llamarán Berthe pero Madame Bovary no ejercerá de madre prácticamente en ningún momento. En Yonville, la familia Bovary conocerá a sus nuevos vecinos. El señor Homais, el farmacéutico, junto con su familia; El señor Lherheux, un comerciante un tanto manipulador; La señora Lefrançois, dueña del Lion D'Or.. y otros como los señores Tuvache, Guillaumin... Entre todos estos vecinos, se encuentra León Dipuis, que simpatizará con Emma. Su pasión por el mismo tipo de literatura les llevará a un amor imposible. Ante esta situación León decide marcharse a Rouen y seguir con sus estudios. El aburrimiento de Emma y su disgusto por la falta de atención de su marido, le llevará a empezar a coquetear con Rodolphe Boulanger, un don Juan de Yonville. Madame Bovary y Rodolphe se convierten en amantes. Emma se escapa por las noches para ver a Rodolphe, y llega a ser tan grande el amor que siente por el, que le propone una fuga de Yonville, los dos juntos. Rodolphe acepta, pero en el momento de la fuga, se va sin Emma. Le escribe una carta, que hace enfermar nuevamente a la señora Bovary. Antes de la enfermedad, Madame Bovary contrae numerosas deudas con el señor Lhereux, que aumenta Charles, tras la decaída de Emma. Tras la lenta recuperación de Madame Bovary, Charles decide llevarla a Rouen a la ópera. Allí se encuentra a León Dipuis.
Tercera parte
León se convierte en el nuevo amante de Emma, que finge ir a clases de piano para encontrarse clandestinamente con el pasante. Ella sigue contrayendo deudas y firmando pagarés con el señor Lhereux, dejando a su familia con una enorme cantidad de problemas monetarios. Ante esta situación de gran problema económico y el abandono de sus amantes, Emma se encuentra desesperada, y decide acabar con su vida. Acude a la botica de Homais, e ingiere una cantidad arsénico en polvo. Poco tiempo después fallece en su cama. Después de su muerte, la situación de Charles también es crítica. Embargan su casa y todos sus bienes ya que no puede hacerse cargo de toda la deuda contraída por su mujer. Encuentra también la carta que Rodolphe le escribe a Emma para despedirse, descubriendo así que su mujer le era infiel. Aunque todo esto no es motivo suficiente para que Charles deje de amar a su fallecida mujer. El señor Bovary, finalmente acabará muriendo también, dejando a la pequeña Berthe huérfana que, como la madre de Charles también muere y el padre de Emma queda paralitico, acaba siendo enviada a vivir con otra tía suya.
TEATRO
“El avaro” de Moliere.
CENTRO DRAMÁTICO NACIONAL
Dirección: Jorge Lavelli
Con Juan Luis Galiardo, Carmen Álvarez, Manuel Brun, Manolo Caro, Manuel Elías, Alfonso Enriques, Oscar Hernandez, Elena Manzanares, Rafael Ortiz, Irene Ruiz, Gloria Vega, Aída Villar y Luis Catalán.
“La teatralidad de Moliere atraviesa los tiempos sin detenerse frente a ninguna barrera. O casi. Es el caso de este avaro, a la vez familiar y simbolico, pero jamas extranjero. La avaricia es una forma exasperante y perfecta del egoismo; la ignorancia de la muerte, su compañía"Ayer asistimos a esta representación en el Teatro Lope de Vega con los alumnos de 4º de ESO y
1º de Bachillerato. Todo salió muy bien y,en general, tuvieron un comportamiento excelente. Espero que se repita un par de veces al año ¡El teatro engancha,ya verás!
Relatos del Realismo español
«Ésta no se me
escapa: no se me escapa, aunque se opongan a mi triunfo todas las potencias
infernales», dije yo siguiéndola a algunos pasos de distancia, sin apartar de
ella los ojos, sin cuidarme de su acompañante, sin pensar en los peligros que
aquella aventura ofrecía.
¡Cuánto me acuerdo de
ella! Era alta, rubia, esbelta, de grandes y expresivos ojos, de majestuoso y
agraciado andar, de celestial y picaresca sonrisa. Su nariz, terminada en una
hermosa línea levemente encorvada, daba a su rostro una expresión de
desdeñosa altivez, capaz de esclavizar medio mundo. Su respiración era
ardiente y fatigada, marcando con acompasadas depresiones y expansiones
voluptuosas el movimiento de la máquina sentimental, que andaba con una
fuerza de caballos de buena raza inglesa. Su mirada no era definible; de sus
ojos, medio cerrados por el sopor normal que la irradiación calurosa de su
propia tez le producía, salían furtivos rayos, destellos perdidos que
quemaban mi alma. Pero mi alma quería quemarse, y no cesaba de revolotear
como imprudente mariposa en torno a aquella luz. Sus labios eran coral
finísimo; su cuello, primoroso alabastro; sus manos, mármol delicado y
flexible; sus cabellos, doradas hebras que las del mesmo sol escurecían. En
el hemisferio meridional de su rostro, a algunos grados del meridiano de su
nariz y casi a la misma latitud que la boca, tenía un lunar, adornado de
algunos sedosos cabellos que, agitados por el viento, se mecían como frondoso
cañaveral. Su pie era tan bello, que los adoquines parecían convertirse en
flores cuando ella pasaba; de los movimientos de sus brazos, de las
oscilaciones de su busto, del encantador vaivén de su cabeza, ¿qué puedo
decir? Su cuerpo era el centro de una infinidad de irradiaciones eléctricas,
suficientes para dar alimento para un año al cable submarino.
No había oído su voz;
de repente la oí. ¡Qué voz, Santo Dios!, parecía que hablaban todos los
ángeles del cielo por boca de su boca. Parecía que vibraba con sonora melodía
el lunar, corchea escrita en el pentagrama de su cara. Yo devoré aquella
nota; y digo que la devoré, porque me hubiera comido aquel lunar, y hubiera
dado por aquella lenteja mi derecho de primogenitura sobre todos los don
Juanes de la tierra.
Su voz había
pronunciado estas palabras, que no puedo olvidar:
-Lurenzo, ¿sabes que
comería un bucadu? -Era gallega.
-Angel mío -dijo su
marido, que era el que la acompañaba-: aquí tenemos el café del Siglo, entra
y tomaremos jamón en dulce.
Entraron, entré; se
sentaron, me senté (enfrente); comieron, comí (ellos jamón, yo... no me
acuerdo de lo que comí; pero lo cierto es que comí).
Él no me quitaba los
ojos de encima. Era un hombre que parecía hecho por un artífice de Alcorcón,
expresamente para hacer resaltar la belleza de aquella mujer gallega, pero
modelada en mármol de Paros por Benvenuto Cellini. Era un hombre bajo y
regordete, de rostro apergaminado y amarillo como el forro de un libro viejo:
sus cejas angulosas y las líneas de su nariz y de su boca tenían algo de
inscripción. Se le hubiera podido comparar a un viejo libro de 700 páginas,
voluminoso, ilegible y apolillado. Este hombre estaba encuadernado en un
enorme gabán pardo con cantos de lanilla azul.
Después supe que era
un bibliómano.
Yo empecé a deletrear
la cara de mi bella galleguita.
Soy fuerte en la
paleontología amorosa. Al momento entendí la inscripción, y era favorable
para mí.
-Victoria -dije, y me
preparé a apuntar a mi nueva víctima en mi catálogo. Era el número 1.003.
Comieron, y se
hartaron, y se fueron.
Ella me miró
dulcemente al salir. Él me lanzó una mirada terrible, expresando que no las
tenía todas consigo; de cada renglón de su cara parecía salir una chispa de
fuego indicándome que yo había herido la página más oculta y delicada de su
corazón, la página o fibra de los celos.
Salieron, salí.
Entonces era yo el
don Juan más célebre del mundo, era el terror de la humanidad casada y
soltera. Relataros la serie de mis triunfos sería cosa de no acabar. Todos
querían imitarme; imitaban mis ademanes, mis vestidos. Venían de lejanas
tierras sólo para verme. El día en que pasó la aventura que os refiero era un
día de verano, yo llevaba un chaleco blanco y unos guantes de color de fila,
que estaban diciendo comedme.
Se pararon, me paré;
entraron, esperé; subieron, pasé a la acera de enfrente.
En el balcón del
quinto piso apareció una sombra: ¡es ella!, dije yo, muy ducho en tales
lances.
Acerqueme, mire a lo
alto, extendí una mano, abrí la boca para hablar, cuando de repente, ¡cielos
misericordiosos! ¡cae sobre mí un diluvio!... ¿de qué? No quiero que este
pastel quede, si tal cosa nombro, como quedaron mi chaleco y mis guantes.
Lleneme de ira: me
habían puesto perdido. En un acceso de cólera, entro y subo rápidamente la
escalera.
Al llegar al tercer
piso, sentí que abrían la puerta del quinto. El marido apareció y descargó
sobre mí con todas sus fuerzas un objeto que me descalabró: era un libro que
pesaba sesenta libras. Después otro del mismo tamaño, después otro y otro;
quise defenderme, hasta que al fin una Compilatio decretalium me
remató: caí al suelo sin sentido.
Cuando volví en mí,
me encontré en el carro de la basura.
Levanteme de aquel
lecho de rosas, y me alejé como pude. Miré a la ventana: allí estaba mi
verdugo en traje de mañana, vestido a la holandesa; sonrió maliciosamente y
me hizo un saludo que me llenó de ira.
Mi aventura 1.003
había fracasado. Aquélla era la primera derrota que había sufrido en toda mi
vida. Yo, el don Juan por excelencia, ¡el hombre ante cuya belleza, donaire,
desenfado y osadía se habían rendido las más meticulosas divinidades de la
tierra!... Era preciso tomar la revancha en la primera ocasión. La fortuna no
tardó en presentármela.
Entonces, ¡ay!, yo
vagaba alegremente por el mundo, visitaba los paseos, los teatros, las
reuniones y también las iglesias.
Una noche, el azar,
que era siempre mi guía, me había llevado a una novena: no quiero citar la iglesia,
por no dar origen a sospechas peligrosas. Yo estaba oculto en una capilla,
desde donde sin ser visto dominaba la concurrencia. Apoyada en una columna vi
una sombra, una figura, una mujer. No pude ver su rostro, ni su cuerpo, ni su
ademán, ni su talle, porque la cubrían unas grandes vestiduras negras desde
la coronilla hasta las puntas de los pies. Yo colegí que era hermosísima, por
esa facultad de adivinación que tenemos los don Juanes.
Concluyó el rezo;
salió, salí; un joven la acompañaba, «¡su esposo!», dije para mí, algún
matrimonio en la luna de miel.
Entraron, me paré y
me puse a mirar los cangrejos y langostas que en un restaurante cercano se
veían expuestos al público. Miré hacia arriba, ¡oh felicidad! Una mujer salía
del balcón, alargaba la mano, me hacía señas... Cercioreme de que no tenía en
la mano ningún ánfora de alcoba, como el maldito bibliómano, y me acerqué. Un
papel bajó revoloteando como una mariposa hasta posarse en mi hombro. Leí:
era una cita. ¡Oh fortuna!, ¡era preciso escalar un jardín, saltar tapias!,
eso era lo que a mí me gustaba. Llegó la siguiente noche y acudí puntual.
Salté la tapia y me hallé en el jardín.
Un tibio y azulado
rayo de luna, penetrando por entre las ramas de los árboles, daba melancólica
claridad al recinto y marcaba pinceladas y borrones de luz sobre todos los
objetos.
Por entre las ramas
vi venir una sombra blanca, vaporosa: sus pasos no se sentían, avanzaba de un
modo misterioso, como si una suave brisa la empujara. Acercose a mí y me tomó
de una mano; yo proferí las palabras más dulces de mi diccionario, y la
seguí; entramos juntos en la casa. Ella andaba con lentitud y un poco
encorvada hacia adelante. Así deben andar las dulces sombras que vagan por el
Elíseo, así debía andar Dido cuando se presentó a los ojos de Eneas el Pío.
Entramos en una
habitación oscura. Ella dio un suspiro que así de pronto me pareció un
ronquido, articulado por unas fauces llenas de rapé. Sin embargo, aquel
sonido debía salir de un seno inflamado con la más viva llama del amor. Yo me
postré de rodillas, extendí mis brazos hacia ella... cuando de pronto un
ruido espantoso de risas resonó detrás de mí; abriéronse puertas y entraron
más de veinte personas, que empezaron a darme de palos y a reír como una
cuadrilla de demonios burlones. El velo que cubría mi sombra cayó, y vi,
¡Dios de los cielos!, era una vieja de más de noventa años, una arpía
arrugada, retorcida, seca como una momia, vestigio secular de una mujer
antediluviana, de voz semejante al gruñido de un perro constipado; su nariz
era un cuerno, su boca era una cueva de ladrones, sus ojos, dos grietas sin
mirada y sin luz. Ella también se reía, ¡la maldita!, se reía como se reiría
la abuela de Lucifer, si un don Juan le hubiera hecho el amor.
Los golpes de aquella
gente me derribaron; entre mis azotadores estaban el bibliómano y su mujer,
que parecían ser los autores de aquella trama.
Entre puntapiés,
pellizcos, bastonazos y pescozones, me pusieron en la calle, en medio del
arroyo, donde caí sin sentido, hasta que las matutinas escobas municipales me
hicieron levantar. Tal fue la singular aventura del don Juan más célebre del
universo. Siguieron otras por el estilo; y siempre tuve tan mala suerte, que
constantemente paraba en los carros que recogen por las mañanas la inmundicia
acumulada durante la noche. Un día me trajeron a este sitio, donde me tienen
encerrado, diciendo que estoy loco. La sociedad ha tenido que aherrojarme
como a una fiera asoladora; y en verdad, a dejarme suelto, yo la hubiera
destruido.
|
Blandos marinistas de salón, que
sobresalís en los «cuatro toques» figurando una lancha con las velas
desplegadas, o un vuelo de gaviotas de blanco de zinc sobre un firmamento de
cobalto; y vosotros, platónicos aficionados al deporte náutico, los que
pretendéis coger truchas a bragas enjutas..., no contempléis el borrón que
voy a trazar, porque de antemano os anuncio que huele a marea viva y a yodo,
como las recias «cintas» y los gruesos «marmilos» de la costa cántabra.
¿Dónde nació la Camarona? En el mar, lo
mismo que Anfítrite..., pero no de sus cándidas espumas, como la diosa
griega, sino de su agua verdosa y su arena rubia. La pareja de pescadores que
trajo al mundo a la Camarona habitaba una casuca fundada sobre peñascos, y en
las noches de invierno el oleaje subía a salpicar e impregnar de salitre la
madera de su desvencijada cancilla. Un día, en la playa, mientras ayudaba a
sacar el cedazo, la esposa sintió dolores; era imprudencia que tan adelantada
en meses se pusiera a jalar del arte; pero, ¡qué quieren ustedes!, esas
delicadezas son buenas para las señoronas, o para las mujeres de los
tenderos, que se pasan todo el día varadas en una silla, y así echan mantecas
y parecen urcas. La pescadora, sin tiempo a más, allí mismo, en el arenal,
entre sardinas y cangrejos, salió de su apuro, y vino al mundo una niña como
una flor, a quién su padre lavó acto continuo en la charca grande,
envolviéndola en un cacho de vela vieja. Pocos días después, al cristianar el
señor cura a la recién nacida, el padre refunfuñó: «Sal no era menester
ponérsela, que bastante tiene en el cuerpo.»
Los juguetes de la niña fueron
«navajas», almejas y «berberechos», desenterrados en el arenal cuando se
retiraba la marea; su biberón para el destete, la amarga «salsa»; su mayor
recreo, que le permitiesen agazaparse en el fondo de la lancha cuando salía a
la pesca del «Múgil» o a levantar los «palangres» que sujetan al congrio. A
la escuela, ni intentaron llevarla, ni ella iría sino entre civiles: a la
iglesia si que solía asistir, porque la gente pescadora ve tan a menudo cerca
la muerte, que se acuerda mucho de Dios y la siente mejor que los labriegos y
que los señores. Si los padres de la Camarona rezaban atropellado y mal,
creían bien, y la chiquilla antes se deja quitar un ojo que el escapulario
mugriento de Nuestra Señora de la Pastoriza.
¿Que quién le puso el apodo de la
Camarona? No se sabe. Tal vez la llamaron así porque a los siete años vendía
«pajes» de camarones, mientras su madre despachaba pesca de más valor; tal
vez porque era bien hecha, firme y colorada como estos diminutos crustáceos
(después de cocidos; no se figure algún malicioso que considero al camarón,
si no el «cardenal», el «monaguillo» de los mares). Lo cierto es que Camarona
fue para todo el mundo, y su verdadero nombre de Andrea, testimonio de la
gran devoción que a San Andrés profesan los marineros, cayó tan en desuso,
que no lo recordaba ella misma.
A los quince años la Camarona no quería
salir de la lancha, donde ayudaba a su padre y hermanos en la ruda faena. Los
hermanos, celosillos y burlones, la desviaban, la querían avergonzar. «Tú, a
remendar las redes, papulita», decían intentando imponerse por la fuerza.
«Eso vosotros, mariquillas», respondía ella, autorizando con un soberano
remoquete su alarde de desprecio. Y agachaban la cabeza, por que la Camarona
era, ya que no más forzuda, más arriscada y batalladora. Cuando otras hijas
de pescadores se metían con ella, mofándose porque salía a la mar y remaba y
cargaba las velas y agarraba la caña del timón, la Camarona sabía enseñar a
aquellas mocosas cuántas son cinco... y a qué saben cinco dedos de una
robusta mano, ya encallecida, aplicados con brío a las frescas carnazas de una
moza insolente...
Vinieron las quintas y se llevaron a
dos hijos del pescador; casóse otro, y por intrigas de su mujer riñó con los
padres, y ahí tenéis como la Camarona quedó sola para remar, ayudando al
patrón, ya viejo, en la lancha desbaratada por los golpetazos y las
«crujías». Hubo que contratar a un marinero dándole parte en lances y
ganancias..., y el mozo, que se llamaba Tomás, empezó a suspirar profundo
cada vez que miraba a la Camarona inclinada hacia el remo y enarcando el
brazo para pujar firme.
Hay que advertir que la Camarona era
entonces un soberbio pedazo de chica. Imaginadla, ¡Oh, pintores!, con su
cesta de sardinas en equilibrio sobre la cabeza; su saya corta de bayeta
verde, que en la cadera forma un rollo; sus ágiles y rectas piernas desnudas:
su gran boca bermeja, como una herida en un coral, sus dientes blancos y
lisos a manera de guija que las olas rodaron; sus negros ojos pestañudos,
francos, luminosos; su tez de ágata bruñida por el sol y la brisa de los
mares. La salud y la fuerza rebrillaban en sus facciones y se delataban a
cada movimiento de su duro cuerpo virginal. Así es que no era únicamente
Tomás el marinero quien por ella suspiraba. También la perseguía Camilito,
hijo mayor de la fomentadora, dueña de la fábrica de conservas. Cada vez que
la Camarona iba a llevar a la fábrica un cesto de calamares, salía el
mozalbete a recibirla, y, arrinconándola en una esquina del cobertizo donde
se deposita la pesca, le decía vehementes palabras, le echaba flores, le
ofrecía regalos y dinero, sin obtener más que risas y rabotadas, cuando no
algún soplamocos que le dejaba perdido de escama de sardina.
Un día la madre de la Camarona llamó a
su hija y le dijo con misterio:
-Se nos ha entrado la fortuna por las
puertas, rapaza.
-¿Pues qué hay? -contestó ella
desdeñosamente.
-Que te quiere don Camiliño.
-Para hacer burla de mí.
-No panfilona... Para se casar.
-Pues dígale que no tengo ganas.
¡Ahora, eso! Camarona nací y Camarona he de morir. Otras que la echen de
señoras. A mí, si me hacen fondear en una sala, a los dos meses me entierran.
-Dice que te pondrá coche, animala,
bruta -gritó enfurecida la madre.
-Mientras no me ponga un barco...
-replicó, impávida, la Camarona, ignorando que al expresar este deseo se
confirmaba a los últimos decretos de moda y lujo. El yacht propio.
Tanto persiguieron y apretaron los
codiciosos padres a la Camarona para que aceptase la suerte y las riquezas de
don Camilito, que la moza, incapaz de resignarse, adoptó un recurso heroico.
Ella misma se explicó con el encogido de Tomás, que no le gustaba ni pizca,
pero que al fin era cosa de mar, un pescador como ella, empapado en agua
salobre y curtido por el aire marino, que trae en sus ondas vida y vigor. Y
se casaron, y la pareja de gaviotas se pasa el día en la lancha, contenta,
porque al ave le gusta su pobre nido. El hijo que lleva en sus entrañas la
Camarona no nacerá en el arenal, como nació su madre, sino a bordo.
|
Había un compañero de
oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito -díjome el cesante,
sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de
haberse quedado sin empleo-. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la
oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro
célebre Reinaldo Anís.
Picardo y Anís
andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse
que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por
eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y
era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones
que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.
Picardo padecía la
enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en la tribuna del
Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos,
desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros
le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de
don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.
-Verá usted lo que
todos opinan...
-A mí no me convencen
ustedes. Cada cual tiene su criterio.
¿Su criterio? Eso no
se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle,
medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le
aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi
desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate
barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando
tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al
irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le
hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos
guiñábamos el ojo.
-¡Ahora! ¡Ahora! ¡El
pavo!
No obstante, a la
larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía
tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra oradores y cantantes. Habíamos
gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.
Sabíamos algo de su
historia; no ignorábamos que Picardo había sufrido infortunios conyugales, y
hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que
por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando
boato. Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo
único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y
seguramente de toda su piel.
Como no dio más juego
el asunto, emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo; porque
ha de saberse que Picardo era una mina de sentimientos, y que si la noble
indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le
banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y
celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano. La verdad es que no entiendo
por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el
filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma.
Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese
que un portero oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un
caramillo. En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la
moral, y expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los
argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos
los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo
que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los
insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el
deslenguado -fue el nombre que le dio-, y creíamos que en un rapto de furor
le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:
-Pero ¿qué le pasa a
este imbécil?
No tardamos en saber
lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía una hija, a quien adoraba, de
quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como
alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.
Lo cierto es que Anís
quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.
-Dejémosle ya en paz
-recuerdo que dije al bromista-. Da fatiga torearle tanto.
-Nada de eso
-protestó él-. Lo que haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue
al cuerpo.
Me acuerdo de que
esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, y el domingo convidé yo al
teatro a toda la oficina. Nos reímos como benditos con el gracioso sainete
Los pantalones; hasta Picardo se reía. Anís tomaba en la representación
interés especial.
Pasados los
Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a
su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole una cortesía
deferente. Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una seña disimulada
de que saliésemos con Picardo. Miré de reojo. Picardo recogía del bastonero
su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo,
pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de
hombros y echar a andar.
-¿Ha cortado usted el
bastón? -pregunté sofocando la risa.
-Tan poco, que apenas
se nota -respondió Anís en el mismo tono-. Y pienso continuar todos los días,
pero solo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure
que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni
oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando
transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.
Así se hizo. Nos
limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día se
reveló su preocupación. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo raía
Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba
Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de
hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No
sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de
ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer
el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.
Alarmado yo por la
expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:
-Oiga usted, Anís: no
más... Hay que desengañarle.
Anís se rió y
asintió:
-Bien; pues se le
desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura
verosímil.
Y el mañana no llegó
nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso
de su antiguo frenesí en mitad de la calle; gritó, pegó, quiso matar a un
policía y le encerraron, naturalmente, en un manicomio.
-¿Y su hija?
-pregunté.
-No sé qué habrá sido
de ella -contestó el narrador, encogiéndose de hombros, con indiferencia
distraída.
|
El coronel
Toledano, por mal nombre Polifemo, era un hombre feroz, que gastaba levita
larga, pantalón de cuadros y sombrero de copa de alas anchurosas, reviradas;
de estatura gigantesca, paso rígido, imponente; enormes bigotes blancos, voz
de trueno y corazón de bronce. Pero aun más que esto, infundía pavor y grima
la mirada torva, sedienta de sangre, de su ojo único. El coronel era tuerto.
En la guerra de África había dado muerte a muchísimos moros, y se había
gozado en arrancarles las entrañas aún palpitantes. Esto creíamos al menos
ciegamente todos los chicos que al salir de la escuela íbamos a jugar al
parque de San Francisco, en la muy noble y heroica ciudad de Oviedo.
Por allí paseaba también metódicamente los
días claros, de doce a dos de la tarde, el implacable guerrero. Desde muy
lejos columbrábamos entre los árboles su arrogante figura que infundía
espanto en nuestros infantiles corazones; y cuando no, escuchábamos su voz
fragorosa, resonando entre el follaje como un torrente que se despeña.
El coronel era sordo también, y no podía
hablar sino a gritos.
-Voy a comunicarle a usted un secreto -decía a
cualquiera que le acompañase en el paseo-. Mi sobrina Jacinta no quiere
casarse con el chico de Navarrete.
Y de este secreto se enteraban cuantos se hallasen
a doscientos pasos en redondo.
Paseaba generalmente solo; pero cuando algún
amigo se acercaba, hallábalo propicio. Quizás aceptase de buen grado la
compañía por tener ocasión de abrir el odre donde guardaba aprisionada su voz
potente. Lo cierto es que cuando tenía interlocutor, el parque de San
Francisco se estremecía. No era ya un paseo público; entraba en los dominios
exclusivos del coronel. El gorjeo de los pájaros, el susurro del viento y el
dulce murmurar de las fuentes, todo callaba. No se oía más que el grito
imperativo, autoritario, severo, del guerrero de África. De tal modo, que el
clérigo que lo acompañaba a tal hora, sólo algunos clérigos acostumbraban a
pasear por el parque, parecía estar allí únicamente para abrir, ahora uno,
después otro, todos los registros que la voz del coronel poseía. ¡Cuántas
veces, oyendo aquellos gritos terribles, fragorosos; viendo su ademán airado
y su ojo encendido, pensamos que iba a arrojarse sobre el desgraciado
sacerdote que había tenido la imprevisión de acercarse a él!
Este hombre pavoroso tenía un sobrino de ocho
o diez años, como nosotros. ¡Desdichado! No podíamos verle en el paseo sin
sentir hacia él compasión infinita. Andando el tiempo he visto a un domador
de fieras introducir un cordero en la jaula del león. Tal impresión me
produjo, como la de Gasparito Toledano paseando con su tío. No entendíamos
cómo aquel infeliz muchacho podía conservar el apetito y desempeñar
regularmente sus funciones vitales, cómo no enfermaba del corazón o moría
consumido por una fiebre lenta. Si transcurrían algunos días sin que
apareciese por el parque, la misma duda agitaba nuestros corazones. “¿Se lo
habrá merendado ya?” Y cuando al cabo lo hallábamos sano y salvo en cualquier
sitio, experimentábamos a la par sorpresa y consuelo. Pero estábamos seguros
de que un día u otro concluiría por ser víctima de algún capricho sanguinario
de Polifemo.
Lo raro del caso era que Gasparito no ofrecía
en su rostro vivaracho aquellos signos de terror y abatimiento, que debían
ser los únicos en él impresos. Al contrario, brillaba constantemente en sus
ojos una alegría cordial que nos dejaba estupefactos. Cuando iba con su tío,
marchaba con la mayor soltura, sonriente, feliz, brincando unas veces, otras
compasadamente, llegando su audacia o su inocencia hasta hacernos muecas a
espaldas de él. Nos causaba el mismo efecto angustioso que si le viésemos
bailar sobre la flecha de la torre de la catedral. “¡Gaspaar!” El aire
vibraba y transmitía aquel bramido a los confines del paseo. A nadie de los que
allí estábamos nos quedaba el color entero. Sólo Gasparito atendía como si le
llamase una sirena. “¿Qué quiere usted, tío?” Y venía hacia él ejecutando
algún paso de baile.
Además de este sobrino, el monstruo era
poseedor de un perro que debía de vivir en la misma infelicidad, aunque
tampoco lo parecía. Era un hermoso danés, de color azulado, grande, suelto,
vigoroso, que respondía por el nombre de “Muley”, en recuerdo sin duda de
algún moro infeliz sacrificado por su amo. El “Muley”, como Gasparito, vivía
en poder de Polifemo lo mismo que en el regazo de una odalisca. Gracioso,
juguetón, campechano, incapaz de falsía, era, sin ofender a nadie, el perro
menos espantadizo y más tratable de cuantos he conocido en mi vida.
Con estas partes no es milagro que todos los
chicos estuviésemos prendados de él. Siempre que era posible hacerlo, sin
peligro de que el coronel lo advirtiese, nos disputábamos el honor de
regalarle con pan, bizcocho, queso y otras golosinas que nuestras mamás nos
daban para merendar. El “Muley” lo aceptaba todo con fingido regocijo, y nos
daba muestras inequívocas de simpatía y reconocimiento. Mas a fin de que se
vea hasta qué punto eran nobles y desinteresados los sentimientos de este
memorable can, y para que sirva de ejemplo perdurable a perros y hombres,
diré que no mostraba más afecto a quien más le regalaba. Solía jugar con
nosotros algunas veces (en provincias, y en aquel tiempo, entre los niños no
existían clases sociales) un pobrecito hospiciano llamado Andrés, que nada
podía darle, porque nada tenía. Pues bien, las preferencias de “.Muley”
estaban por él. Los rabotazos más vivos, las carocas más subidas y vehementes
a él se consagraban, en menoscabo de los demás. ¡Qué ejemplo para cualquier
diputado de la mayoría!
¿Adivinaba el “Muley” que aquel niño
desvalido, siempre silencioso y triste, necesitaba más de su cariño que
nosotros? Lo ignoro; pero así parecería serlo.
Por su parte, Andresito había llegado a
concebir una verdadera pasión por este animal. Cuando nos hallábamos jugando en
lo más alto del parque al marro o a las chapas, y se presentaba por allí de
improviso el “Muley”, ya se sabía, llamaba aparte a Andresito, y se
entretenía con él largo rato, como si tuviera que comunicarle algún secreto.
La silueta colosal de Polifemo se columbraba allá entre los árboles.
Pero estas entrevistas rápidas y llenas de
zozobra fueron sabiéndole a poco al hospiciano. Como un verdadero enamorado,
ansiaba disfrutar de la presencia de su ídolo largo rato y a solas.
Por eso una tarde, con osadía increíble, se
llevó en presencia nuestra el perro hasta el Hospicio, como en Oviedo se
denomina la Inclusa, y no volvió hasta el cabo de una hora. Venía radiante de
dicha. El “Muley” parecía también satisfechísimo. Por fortuna, el coronel aún
no se había ido del paseo ni advirtió la deserción de su perro.
Repitiéronse una tarde y otra tales
escapatorias. La amistad de Andresito y “Muley” se iba consolidando.
Andresito no hubiera vacilado en dar su vida por el “Muley”. Si la ocasión se
presentase, seguro estoy de que éste no sería menos.
Pero aún no estaba contento el hospiciano. En
su mente germinó la idea de llevarse el “Muley” a dormir con él a la Inclusa.
Como ayudante que era del cocinero, dormía en uno de los corredores, al lado
del cuarto de éste, en un jergón fementido de hoja de maíz. Una tarde condujo
el perro al Hospicio y no volvió. ¡Qué noche deliciosa para el desgraciado!
No había sentido en su vida otras caricias que las del “Muley”. Los maestros
primero, el cocinero después, le habían hablado siempre con el látigo en la
mano. Durmieron abrazados como dos novios. Allá al amanecer, el niño sintió
el escozor de un palo que el cocinero le había dado en la espalda la tarde
anterior. Se despojó de la camisa:
-Mira, “Muley” -dijo en voz baja mostrándole
el cardenal.
El perro, más compasivo que el hombre, lamió
su carne amoratada.
Luego que abrieron las puertas lo soltó. El
“Muley” corrió a casa de su dueño; pero a la tarde ya estaba en el parque
dispuesto a seguir a Andresito. Volvieron a dormir juntos aquella noche, y la
siguiente, y la otra también. Pero la dicha es breve en este mundo. Andresito
era feliz al borde de una sima.
Una tarde, hallándonos todos en apretado grupo
jugando a los botones, oímos detrás algo como dos formidables estampidos:
-¡Alto! ¡Alto!
Todas las cabezas se volvieron como movidas
por un resorte. Frente a nosotros se alzaba la talla ciclópea del coronel
Toledano.
-¿Quién de vosotros es el pilluelo que
secuestra mi perro todas las noches, vamos a ver?
Silencio sepulcral en la asamblea. El terror
nos tiene clavados, rígidos, como si fuéramos de palo.
Otra vez sonó la trompeta del juicio final.
-¿Quién es el secuestrador? ¿Quién es el
bandido? ¿Quién es el miserable ladrón...?
El ojo ardiente de Polifemo nos devoraba a uno
en pos de otro. El “Muley", que le acompañaba, nos miraba también con
los suyos, leales, inocentes, y movía el rabo vertiginosamente en señal de
gran inquietud.
Entonces Andresito, más pálido que la cera,
adelantó un paso, y dijo:
-No culpe a nadie, señor. Yo he sido.
-¿Cómo?
-Que he sido yo -repitió el chico en voz más
alta.
-¡Hola! ¡Has sido tú! -dijo el coronel
sonriendo ferozmente-. ¿Y tú no sabes a quién pertenece este perro?
Andresito permaneció mudo.
-¿No sabes de quién es? -volvió a preguntar a
grandes gritos. -Sí, señor.
-¿Cómo... ? Habla más alto.
Y se ponía la mano en la oreja para reforzar
su pabellón.
-Que sí, señor.
-¿De quién es, vamos a ver?
-Del señor Polifemo.
Cerré los ojos. Creo que mis compañeros
debieron hacer otro tanto.
Cuando los abrí, pensé que Andresito estaría
ya borrado del libro de los vivos. No fue así, por fortuna. El coronel lo
miraba fijamente, con más curiosidad que cólera.
-¿Y por qué te lo llevas?
-Porque es mi amigo y me quiere -dijo el niño
con voz firme.
El coronel volvió a mirarlo fijamente.
-Está bien -dijo al cabo-. ¡Pues cuidado
conque otra vez te lo lleves! Si lo haces, ten por seguro que te arranco las
orejas.
Y giró majestuosamente sobre los talones. Pero
antes de dar un paso se llevó la mano al chaleco, sacó una moneda de medio
duro, y dijo volviéndose hacia él:
-Toma, guárdatelo para dulces. ¡Pero cuidado
con que vuelvas a secuestrar al perro! ¡Cuidado!
Y se alejó. A los cuatro o cinco pasos
ocurriósele volver la cabeza.
Andresito había dejado caer la moneda al
suelo, y sollozaba, tapándose la cara con las manos. El coronel se volvió
rápidamente.
-¿Estás llorando? ¿Por qué? No llores, hijo
mío.
-Porque lo quiero mucho... Porque es el único
que me quiere en el mundo -gimió Andrés.
-¿Pues de quién eres hijo? -preguntó el
coronel sorprendido.
-Soy de la Inclusa.
-¿Cómo? -gritó Polifemo.
-Soy hospiciano.
Entonces vimos al coronel demudarse.
Abalanzose al niño, le separó las manos de la cara, le enjugó las lágrimas
con su pañuelo, lo abrazó y lo besó, repitiendo con agitación:
-¡Perdona, hijo mío, perdona! No hagas caso de
lo que te he dicho... Yo no lo sabía... Llévate el perro cuando se te
antoje... Tenlo contigo el tiempo que quieras, ¿sabes...? Todo el tiempo que
quieras...
Y después que lo hubo serenado con estas y
otras razones, proferidas con un registro de voz que nosotros no
sospechábamos en él, se fue de nuevo al paseo, volviéndose repetidas veces
para gritarle:
-Puedes llevártelo cuando quieras, sabes,
¿hijo mío...? Cuando quieras... ¿lo oyes?
Dios me perdone, pero juraría haber visto una
lágrima en el ojo sangriento de Polifemo.
|
- I -
No consiste la fuerza en echar por
tierra al enemigo, sino en domar la propia cólera, dice una máxima
oriental.
No abuses de la victoria, añade un libro de
nuestra religión.
Al culpado que cayere debajo de tu
jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la
depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto estuviere de tu parte, sin
hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque
los atributos de Dios son todos iguales, más resplandece y campea a nuestro ver
el de la misericordia que el de la justicia, aconsejó, en fin, don Quijote a
Sancho Panza.
Para dar realce a todas estas
elevadísimas doctrinas, y cediendo también a un espíritu de equidad,
nosotros, que nos complacemos frecuentemente en referir y celebrar los actos
heroicos de los españoles durante la Guerra de la Independencia, y en
condenar y maldecir la perfidia y crueldad de los invasores, vamos a narrar
hoy un hecho que, sin entibiar en el corazón el amor a la patria, fortifica
otro sentimiento no menos sublime y profundamente cristiano: el amor a
nuestro prójimo; sentimiento que, si por congénita desventura de la humana
especie, ha de transigir con la dura ley de la guerra, puede y debe
resplandecer cuando el enemigo está humillado.
El hecho fue el siguiente, según me lo
han contado personas dignas de entera fe que intervinieron en él muy de cerca
y que todavía andan por el mundo. Oíd sus palabras textuales.
- II -
-Buenos días, abuelo... -dije yo.
-Dios guarde a usted, señorito... -dijo
él.
-¡Muy solo va usted por estos
caminos!...
-Sí, señor. Vengo de las minas de
Linares, donde he estado trabajando algunos meses, y voy a Gádor a ver a mi
familia. ¿Usted irá...?
-Voy a Almería..., y me he adelantado
un poco a la galera, porque me gusta disfrutar de estas hermosas mañanas de
abril. Pero, si no me engaño, usted rezaba cuando yo llegué... Puede usted
continuar. Yo seguiré leyendo entre tanto, supuesto que la galera anda tan
lentamente que le permite a uno estudiar en mitad de los caminos.
-¡Vamos! Ese libro es alguna
historia... Y ¿quién le ha dicho a usted que yo rezaba?
-¡Toma! ¡Yo, que le he visto a usted
quitarse el sombrero y santiguarse!
-Pues, ¡qué demonio!, hombre... ¿Por
qué he de negarlo? Rezando iba... ¡Cada uno tiene sus cuentas con Dios!
-Es mucha verdad.
-¿Piensa usted andar largo?
-¿Yo? Hasta la venta...
-En este caso, eche usted por esa
vereda y cortaremos camino.
-Con mucho gusto. Esa cañada me parece
deliciosa. Bajemos a ella.
Y, siguiendo al viejo, cerré el libro,
dejé el camino y descendí a un pintoresco barranco.
Las verdes tintas y diafanidad del
lejano horizonte, así como la inclinación de la montañas, indicaban ya la
proximidad del Mediterráneo.
Anduvimos en silencio unos minutos,
hasta que el minero se paró de pronto.
-¡Cabales! -exclamó.
Y volvió a quitarse el sombrero y a
santiguarse.
Estábamos bajo unas higueras cubiertas
ya de hojas, y a la orilla de un pequeño torrente.
-¡A ver, abuelito!... -dije, sentándome
sobre la hierba-. Cuénteme usted lo que ha pasado aquí.
-¡Cómo! ¿Usted sabe? -replicó él,
estremeciéndose.
-Yo no sé más... -añadí con suma
calma-, sino que aquí ha muerto un hombre... ¡Y de mala muerte, por más
señas!
-¡No se equivoca usted, señorito! ¡No
se equivoca usted! Pero ¿quién le ha dicho?...
-Me lo dicen sus oraciones de usted.
-¡Es mucha verdad! Por eso rezaba.
Yo miré tenazmente la fisonomía del
minero, y comprendí que había sido siempre hombre honrado. Casi lloraba, y su
rezo era tranquilo y dulce.
-Siéntese usted aquí, amigo mío...-le
dije, alargándole un cigarro de papel.
-Pues verá usted, señorito... -Vaya,
¡muchas gracias! ¡Delgadillo es!...
-Reúna usted dos y resultará uno doble
de grueso -añadí, dándole otro cigarro.
-¡Dios se lo pague a usted! Pues,
señor... -dijo el viejo, sentándose a mi lado-, hace cuarenta y cinco años
que una mañana muy parecida a ésta pasaba yo casi a esta hora por este mismo
sitio...
-¡Cuarenta y cinco años! -medité yo.
Y la melancolía del tiempo cayó sobre
mi alma. ¿Dónde estaban las flores de aquellas cuarenta y cinco primaveras?
¡Sobre la frente del anciano blanqueaba la nieve de setenta inviernos!
Viendo él que yo no decía nada, echó
unas yescas, encendió el cigarro, y continuó de este modo:
-¡Flojillo es! Pues, señor, el día que
le digo a usted venía yo de Gergal con una carga de barrilla y al llegar al
punto en que hemos dejado el camino para tomar esta vereda me encontré con
dos soldados españoles que llevaban prisionero a un polaco. En aquel entonces
era cuando estaban aquí los primeros franceses, no los del año 23, sino los
otros...
-¡Ya comprendo! Usted habla de la
Guerra de la Independencia.
-¡Hombre! ¡Pues entonces no había usted
nacido!
-¡Ya lo creo!
-¡Ah, sí! Estará apuntado en ese libro
que venía usted leyendo. Pero, ¡ca!, lo mejor de estas guerras no lo rezan
los libros. Ahí ponen lo que más acomoda..., y la gente se lo cree a puño
cerrado. ¡Ya se ve! ¡Es necesario tener tres duros y medio de vida, como yo
los tendré en el mes de San Juan, para saber más de cuatro cosas! En fin, el
polaco aquél servía a las órdenes de Napoleón..., del bribonazo que murió
ya... Porque ahora dice el señor cura que hay otro... Pero yo creo que ése no
vendrá por estas tierras... ¿Qué le parece a usted, señorito?
-¿Qué quiere usted que yo le diga?
-¡Es verdad! Su merced no habrá
estudiado todavía de estas cosas... ¡Oh! El señor cura, que es un sujeto muy
instruido, sabe cuándo se acabarán los mamelucos de Oriente y vendrán a Gádor
los rusos y moscovitas a quitar la Constitución... ¡Pero entonces ya me habré
yo muerto!... Conque vuelvo a la historia de mi polaco.
El pobre hombre se había quedado
enfermo en Fiñana, mientras que sus compañeros fugitivos se replegaban hacia
Almería. Tenía calenturas, según supe más tarde... Una vieja lo cuidaba por
caridad, sin reparar que era un enemigo... (¡Muchos años de gloria llevará ya
la viejecita por aquella buena acción!), y a pesar de que aquello la
comprometía, guardábalo escondido en su cueva, cerca de la Alcazaba...
Allí fue donde la noche antes dos
soldados españoles que iban a reunirse a su batallón, y que por casualidad
entraron a encender un cigarro en el candil de aquella solitaria vivienda,
descubrieron al pobre polaco, el cual, echado en un rincón, profería palabras
de su idioma en el delirio de la calentura.
-¡Presentémoslo a nuestro jefe! -se
dijeron los españoles-. Este bribón será fusilado mañana, y nosotros
alcanzaremos un empleo.
Iwa, que así se llamaba el polaco,
según me contó luego la viejecita, llevaba ya seis meses de tercianas, y
estaba muy débil, muy delgado, casi hético.
La buena mujer lloró y suplicó,
protestando que el extranjero no podía ponerse en camino sin caer muerto a la
media hora...
Pero sólo consiguió ser apaleada, por
su falta de «patriotismo». ¡Todavía no se me ha olvidado esta palabra,
que antes no había oído pronunciar nunca!
En cuanto al polaco, figuraos cómo
miraría aquella escena. Estaba postrado por la fiebre, y algunas palabras
sueltas que salían de sus labios, medio polacas, medio españolas, hacían reír
a los dos militares.
-¡Cállate, didón, perro,
gabacho! -le decían.
Y a fuerza de golpes lo sacaron del
lecho.
Para no cansar a usted, señorito: en
aquella disposición, medio desnudo, hambriento..., bamboleándose,
muriéndose..., ¡anduvo el infeliz cinco leguas! ¡Cinco leguas, señor!...
¿Sabe usted los pasos que tienen cinco leguas? Pues es desde Fiñana hasta
aquí... ¡Y a pie!... ¡Descalzo!... ¡Figúrese usted!... ¡Un hombre fino, un
joven hermoso y blanco como una mujer, un enfermo, después de seis meses de
tercianas!... ¡Y con la terciana en aquel momento mismo!...
-¿Cómo pudo resistir?
-¡Ah! ¡No resistió!...
-Pero ¿cómo anduvo cinco leguas?
-¡Toma! ¡A fuerza de bayonetazos!
-Prosiga usted, abuelo... Prosiga
usted.
-Yo venía por este barranco, como tengo
de costumbre, para ahorrar terreno, y ellos iban por allá arriba, por el
camino. Detúveme, pues, aquí mismo, a fin de observar el remate de aquella
escena, mientras picaba un cigarro negro que me habían dado en las minas...
Iwa jadeaba como un perro próximo a
rabiar... Venía con la cabeza descubierta, amarillo como un desenterrado, con
dos rosetas encarnadas en lo alto de las mejillas y con los ojos llameantes,
pero caídos... ¡hecho, en fin, un Cristo en la calle de la Amargura!...
-¡Mí querer morir! ¡Matar a mí por
Dios! -balbuceaba el extranjero con las manos cruzadas.
Los españoles se reían de aquellos
disparates, y le llamaban franchute, didón y otras cosas.
Dobláronse al fin las piernas de Iwa, y
cayó redondo al suelo.
Yo respiré, porque creí que el pobre
había dado el alma a Dios.
Pero un pinchazo que recibió en un
hombro le hizo erguirse de nuevo.
Entonces se acercó a este barranco para
precipitarse y morir...
Al impedirlo los soldados, pues no les
acomodaba que muriera su prisionero, me vieron aquí con mi mulo, que, como he
dicho, estaba cargado de barrilla.
-¡Eh, camarada! -me dijeron,
apuntándome con los fusiles-. ¡Suba usted ese mulo!
Yo obedecí sin rechistar, creyendo hacer
un favor al extranjero.
-¿Dónde va usted? -me preguntaron
cuando hube subido.
-Voy a Almería -les respondí-. ¡Y eso
que ustedes están haciendo es una inhumanidad!
-¡Fuera sermones! -gritó uno de los
verdugos.
-¡Un arriero afrancesado! -dijo
el otro.
-¡Charla mucho... y verás lo que te
sucede!
La culata de un fusil cayó sobre mi
pecho...
¡Era la primera vez que me pegaba un
hombre, además de mi padre!
-¡No irritar! ¡No incomodar!
-exclamó el polaco, asiéndose a mis pies, pues había caído de nuevo en tierra.
-¡Descarga la barrilla! -me dijeron los
soldados.
-¿Para qué?
-Para montar en el mulo a este judío.
-Eso es otra cosa... Lo haré con mucho
gusto -dije, y me puse a descargar.
-¡No!... ¡No!... ¡No!... exclamó
Iwa-. ¡Tú dejar que me maten!
-¡Yo no quiero que te maten,
desgraciado! -exclamé, estrechando las ardientes manos del joven.
-¡Pero mí sí querer! ¡Matar tú a mí
por Dios!...
-¿Quieres que yo te mate?
-¡Sí..., sí..., hombre bueno!
¡Sufrir mucho!
Mis ojos se llenaron de lágrimas.
Volvíme a los soldados, y les dije con
tono de voz que hubiera conmovido a una piedra:
-¡Españoles, compatriotas, hermanos!
Otro español, que ama tanto como el que más a nuestra patria, es quien os
suplica... ¡Dejadme solo con este hombre!
-¡No digo que es afrancesado!
-exclamó uno de ellos.
-¡Arriero del diablo -dijo el otro-,
cuidado con lo que dices! ¡Mira que te rompo la crisma!
-¡Militar de los demonios -contesté con
la misma fuerza-, yo no temo a la muerte! ¡Sois dos infames sin corazón! Sois
dos hombres fuertes y armados contra un moribundo inerme... ¡Sois unos
cobardes! Dadme uno de esos fusiles y pelearé con vosotros hasta mataros o
morir..., pero dejad a este pobre enfermo, que no puede defenderse. ¡Ay!
-continué, viendo que uno de aquellos tigres se ruborizaba-, si, como yo,
tuvieseis hijos; si pensarais que tal vez mañana se verán en la tierra de
este infeliz, en la misma situación que él, solos, moribundos, lejos de sus
padres; si reflexionarais en que este polaco no sabe siquiera lo que hace en España,
en que será un quinto robado a su familia para servir a la ambición de un
rey..., ¡qué diablo!, vosotros lo perdonaríais... ¡Sí, porque vosotros sois
hombres antes que españoles, y este polaco es un hombre, un hermano vuestro!
¿Qué ganará España con la muerte de un tercianario? ¡Batíos hasta morir con
todos los granaderos de Napoleón; pero que sea en el campo de batalla! Y
perdonad al débil; ¡sed generosos con el vencido; sed cristianos, no seáis
verdugos!
-¡Basta de letanías! -dijo el que
siempre había llevado la iniciativa de la crueldad, el que hacía andar a Iwa
a fuerza de bayonetazos, el que quería comprar un empleo al precio de su
cadáver.
-Compañero, ¿qué hacemos? -preguntó el
otro, medio conmovido con mis palabras.
-¡Es muy sencillo! -repuso el primero-.
¡Mira!
Y sin darme tiempo, no digo de evitar,
sino de prever sus movimientos, descerrajó un tiro sobre el corazón del
polaco.
Iwa me miró con ternura, no sé si antes
o después de morir.
Aquella mirada me prometió el cielo,
donde acaso estaba ya el mártir.
En seguida los soldados me dieron una
paliza con las baquetas de los fusiles.
El que había matado al extranjero le
cortó una oreja, que guardó en el bolsillo.
¡Era la credencial del empleo que
deseaba!
Después desnudó a Iwa, y le robó...
hasta cierto medallón (con un retrato de mujer o de santa) que llevaba al
cuello.
Entonces se alejaron hacia Almería.
Yo enterré a Iwa en este barranco...,
ahí..., donde está usted sentado..., y me volví a Gérgal, porque conocí que
estaba malo.
Y en efecto, aquel lance me costó una
terrible enfermedad, que me puso a las puertas de la muerte.
-¿Y no volvió usted a ver a aquellos
soldados? ¿No sabe usted cómo se llamaban?
-No, señor; pero por las señas que me
dio más tarde la viejecita que cuidó al polaco supe que uno de los dos
españoles tenía el apodo de Risas, y que aquél era justamente el que
había matado y robado al pobre extranjero...
En esto nos alcanzó la galera: el viejo
y yo subimos al camino, nos apretamos la mano y nos despedimos muy contentos
el uno del otro.
¡Habíamos llorado juntos!
- III -
Tres noches después tomábamos café
varios amigos en el precioso casino de Almería.
Cerca de nosotros, y alrededor de otra
mesa, se hallaban dos viejos militares retirados, comandante el uno y coronel
el otro, según dijo alguno que los conocía.
A pesar nuestro, oíamos su
conversación, pues hablaban tan alto como suelen los que han mandado mucho.
De pronto hirió mis oídos y llamó mi
atención esta frase del coronel:
-El pobre Risas...
-¡Risas! -exclamé para mí.
Y me puse a escuchar de intento.
-El pobre Risas... -decía el
coronel- fue hecho prisionero por los franceses cuando tomaron a Málaga y de
depósito en depósito, fue a parar nada menos que a Suecia, donde yo estaba
también cautivo, como todos los que no pudimos escaparnos con el Marqués de
la Romana. Allí lo conocí, porque intimó con Juan, mi asistente de toda la
vida, o de toda mi carrera; y cuando Napoleón tuvo la crueldad de llevar a
Rusia, formando parte de su Grande Ejército, a todos los españoles que
estábamos prisioneros en su poder, tomé de ordenanza a Risas. Entonces
me enteré de que tenía un miedo cerval a los polacos, o un terror
supersticioso a Polonia, pues no hacía más que preguntarnos a Juan y a mí «si
tendríamos que pasar por aquella tierra para ir a Rusia», estremeciéndose a
la idea de que tal llegase a acontecer. Indudablemente, a aquel hombre, cuya
cabeza no estaba muy firme, por lo mucho que había abusado de las bebidas
espirituosas, pero que en lo demás era un buen soldado y un mediano cocinero,
le había ocurrido algo grave con algún polaco, ora en la guerra de España,
ora en su larga peregrinación por otras naciones. Llegados a Varsovia, donde
nos detuvimos algunos días, Risas se puso gravemente enfermo, de
fiebre cerebral, por resultas del terror pánico que le había acometido desde
que entramos en tierra polonesa, y yo, que le tenía ya cierto cariño, no
quise dejarlo allí solo cuando recibimos la orden de marcha, sino que
conseguí de mis jefes que Juan se quedase en Varsovia cuidándolo, sin
perjuicio de que, resuelta aquella crisis de un modo o de otro, saliese luego
en mi busca con algún convoy de equipajes y víveres, de los muchos que
seguirían a la nube de gente en que mi regimiento figuraba a vanguardia.
¡Cuál fue, pues, mi sorpresa cuando el mismo día que nos pusimos en camino, y
a las pocas horas de haber echado a andar, se me presentó mi antiguo
asistente, lleno de terror, y me dijo lo que acababa de suceder con el pobre Risas!
¡Dígole a usted que el caso es de lo más singular y estupendo que haya
ocurrido nunca! Oígame y verá si hay o no motivo para que yo haya olvidado
esta historia en cuarenta y dos años. Juan había buscado un buen alojamiento
para cuidar a Risas en casa de cierta labradora viuda, con tres hijas
casaderas, que desde que llegamos a Varsovia los españoles no había dejado de
preguntarnos a todos, por medio de intérpretes franceses, si sabíamos algo de
un hijo suyo llamado Iwa, que vino a la guerra de España en 1808 y de quien
hacía tres años no tenía noticia alguna, cosa que no pasaba a las demás
familias que se hallaban en idéntico caso. Como Juan era tan zalamero, halló
modo de consolar y esperanzar a aquella triste madre, y de aquí el que, en
recompensa, ella se brindara a cuidar a Risas al verlo caer en su
presencia atacado de la fiebre cerebral... Llegados a casa de la buena mujer,
y estando ésta ayudando a desnudar al enfermo, Juan la vio palidecer de
pronto y apoderarse convulsivamente de cierto medallón de plata, con una
efigie o retrato en miniatura, que Risas llevaba siempre al pecho,
bajo la ropa, a modo de talismán o conjuro contra los polacos, por creer que
representaba a una Virgen o Santa de aquel país.
-¡Iwa! ¡Iwa! -gritó
después la viuda de un modo horrible, sacudiendo al enfermo, que nada
entendía, aletargado como estaba por la fiebre.
En esto acudieron las hijas, y
enteradas del caso, cogieron el medallón, lo pusieron al lado del rostro de
su madre, llamando por medio de señas la atención de Juan para que viese,
como vio, que la tal efigie no era más que el retrato de aquella mujer, y
encarándose entonces con él, visto que su compatriota no podía responderles,
comenzaron a interrogarle mil cosas con palabras ininteligibles, bien que con
gestos y ademanes que revelaban claramente la más siniestra furia. Juan se
encogió de hombros, dando a entender por señas que él no sabía nada de la
procedencia de aquel retrato ni conocía a Risas más que de muy poco
tiempo... El noble semblante de mi honradísimo asistente debió de probar a
aquellas cuatro leonas encolerizadas que el pobre no era culpable... ¡Además,
él no llevaba el medallón! Pero el otro... ¡al otro, al pobre Risas,
lo mataron a golpes y lo hicieron pedazos con las uñas! Es cuanto sé con
relación a este drama, pues nunca he podido averiguar por qué tenía Risas
aquel retrato.
-Permítame usted que se lo cuente yo...
-dije sin poder contenerme.
Y acercándome a la mesa del coronel y
del comandante, después de ser presentado a ellos por mis amigos, les referí
a todos la espantosa narración del minero.
Luego que concluí, el comandante,
hombre de más de setenta años, exclamó con la fe sencilla del antiguo
militar, con el arranque de un buen español y con toda la autoridad de sus
canas:
-¡Vive Dios, señores, que en todo eso
hay algo más que una casualidad!
|
Eran tres: ¡siempre los tres! Rosa,
Pinín y la Cordera.
El prao
Somonte era un recorte triangular de terciopelo verde tendido, como una
colgadura, cuesta abajo por la loma. Uno de sus ángulos, el inferior, lo
despuntaba el camino de hierro de Oviedo a Gijón. Un palo del telégrafo,
plantado allí como pendón de conquista, con sus jícaras blancas y sus
alambres paralelos, a derecha e izquierda, representaba para Rosa y Pinín el
ancho mundo desconocido, misterioso, temible, eternamente ignorado. Pinín,
después de pensarlo mucho, cuando a fuerza de ver días y días el poste
tranquilo, inofensivo, campechano, con ganas, sin duda, de aclimatarse en la
aldea y parecerse todo lo posible a un árbol seco, fue atreviéndose con él,
llevó la confianza al extremo de abrazarse al leño y trepar hasta cerca de
los alambres. Pero nunca llegaba a tocar la porcelana de arriba, que le
recordaba las jícaras que había visto en la rectoral de Puao. Al verse
tan cerca del misterio sagrado, le acometía un pánico de respeto, y se dejaba
resbalar de prisa hasta tropezar con los pies en el césped.
Rosa, menos audaz,
pero más enamorada de lo desconocido, se contentaba con arrimar el oído al
palo del telégrafo, y minutos, y hasta cuartos de hora, pasaba escuchando los
formidables rumores metálicos que el viento arrancaba a las fibras del pino
seco en contacto con el alambre. Aquellas vibraciones, a veces intensas como
las del diapasón, que, aplicado al oído, parece que quema con su vertiginoso
latir, eran para Rosa los papeles que pasaban, las cartas que se escribían
por los hilos, el lenguaje incomprensible que lo ignorado hablaba con
lo ignorado; ella no tenía curiosidad por entender lo que los de allá, tan
lejos, decían a los del otro extremo del mundo. ¿Qué le importaba? Su interés
estaba en el ruido por el ruido mismo, por su timbre y su misterio.
La Cordera,
mucho más formal que sus compañeros, verdad es que, relativamente, de edad
también mucho más madura, se abstenía de toda comunicación con el mundo
civilizado. y miraba de lejos el palo del telégrafo como lo que era para
ella, efectivamente, como cosa muerta, inútil, que no le servía siquiera para
rascarse. Era una vaca que había vivido mucho. Sentada horas y horas, pues,
experta en pastos, sabía aprovechar el tiempo, meditaba más que comía, gozaba
del placer de vivir en paz, bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, como
quien alimenta el alma, que también tienen los brutos; y si no fuera
profanación, podría decirse que los pensamientos de la vaca matrona, llena de
experiencia, debían de parecerse todo lo posible a las más sosegadas y
doctrinales odas de Horacio.
Asistía a los juegos
de los pastorcicos encargados de llindarla1, como una abuela. Si pudiera, se
sonreiría al pensar que Rosa y Pinín tenían por misión en el prado cuidar de
que ella, la Cordera, no se extralimitase, no se metiese por la vía del
ferrocarril ni saltara a la heredad vecina. ¡Qué había de saltar! ¡Qué se
había de meter!
Pastar de cuando en
cuando, no mucho, cada día menos, pero con atención, sin perder el tiempo en
levantar la cabeza por curiosidad necia, escogiendo sin vacilar los mejores
bocados, y, después, sentarse sobre el cuarto trasero con delicia, a rumiar
la vida, a gozar el deleite del no padecer, del dejarse existir: esto era lo
que ella tenía que hacer, y todo lo demás aventuras peligrosas. Ya no
recordaba cuándo le había picado la mosca.
“El xatu (el
toro), los saltos locos por las praderas adelante... ¡todo eso estaba tan
lejos!”
Aquella paz sólo se
había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La
primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó la
sebe de lo más alto del Somonte, corrió por prados ajenos, y el terror duró
muchos días, renovándose, más o menos violento, cada vez que la máquina
asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al
estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que
pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a
ponerse en pie y a mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable
monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con
antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.
En Pinín y Rosa la
novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si
al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una
excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas
descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces
al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha
vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba
dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.
Pero telégrafo,
ferrocarril, todo eso, era lo de menos: un accidente pasajero que se ahogaba
en el mar de soledad que rodeaba el prao Somonte. Desde allí no se
veía vivienda humana; allí no llegaban ruidos del mundo más que al pasar el
tren. Mañanas sin fin, bajo los rayos del sol a veces, entre el zumbar de los
insectos, la vaca y los niños esperaban la proximidad del mediodía para
volver a casa. Y luego, tardes eternas, de dulce tristeza silenciosa, en el
mismo prado, hasta venir la noche, con el lucero vespertino por testigo mudo
en la altura. Rodaban las nubes allá arriba, caían las sombras de los árboles
y de las peñas en la loma y en la cañada, se acostaban los pájaros, empezaban
a brillar algunas estrellas en lo más oscuro del cielo azul, y Pinín y Rosa,
los niños gemelos, los hijos de Antón de Chinta, teñida el alma de la dulce
serenidad soñadora de la solemne y seria Naturaleza, callaban horas y horas,
después de sus juegos, nunca muy estrepitosos, sentados cerca de la Cordera,
que acompañaba el augusto silencio de tarde en tarde con un blando son de
perezosa esquila.
En este silencio, en
esta calma inactiva, había amores. Se amaban los dos hermanos como dos
mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, con escasa conciencia de
lo que en ellos era distinto, de cuanto los separaba; amaban Pinín y Rosa a
la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, cuyo testuz parecía
una cuna. La Cordera recordaría a un poeta la zacala del Ramayana,
la vaca santa; tenía en la amplitud de sus formas, en la solemne serenidad de
sus pausados y nobles movimientos, aires y contornos de ídolo destronado,
caído, contento con su suerte, más satisfecha con ser vaca verdadera que dios
falso. La Cordera, hasta donde es posible adivinar estas cosas, puede
decirse que también quería a los gemelos encargados de apacentarla.
Era poco expresiva;
pero la paciencia con que los toleraba cuando en sus juegos ella les servía
de almohada, de escondite, de montura, y para otras cosas que ideaba la
fantasía de los pastores, demostraba tácitamente el afecto del animal
pacífico y pensativo.
En tiempos difíciles,
Pinín y Rosa habían hecho por la Cordera los imposibles de solicitud y
cuidado. No siempre Antón de Chinta había tenido el prado Somonte. Este
regalo era cosa relativamente nueva. Años atrás, la Cordera tenía que
salir a la gramática, esto es, a apacentarse como podía, a la buena
ventura de los caminos y callejas de las rapadas y escasas praderías del
común, que tanto tenían de vía pública como de pastos. Pinín y Rosa, en tales
días de penuria, la guiaban a los mejores altozanos, a los parajes más tranquilos
y menos esquilmados, y la libraban de las mil injurias a que están expuestas
las pobres reses que tienen que buscar su alimento en los azares de un
camino.
En los días de
hambre, en el establo, cuando el heno escaseaba, y el narvaso2 para estrar3 el lecho caliente de la vaca
faltaba también, a Rosa y a Pinín debía la Cordera mil industrias que le
hacían más suave la miseria. ¡Y qué decir de los tiempos heroicos del parto y
la cría, cuando se entablaba la lucha necesaria entre el alimento y regalo de
la nación4 y el interés de los Chintos, que
consistía en robar a las ubres de la pobre madre toda la leche que no fuera
absolutamente indispensable para que el ternero subsistiese! Rosa y Pinín, en
tal conflicto, siempre estaban de parte de la Cordera, y en cuanto
había ocasión, a escondidas, soltaban el recental, que, ciego y como loco, a
testaradas contra todo, corría a buscar el amparo de la madre, que le
albergaba bajo su vientre, volviendo la cabeza agradecida y solícita,
diciendo, a su manera:
-Dejad a los niños y
a los recentales que vengan a mí.
Estos recuerdos,
estos lazos, son de los que no se olvidan.
Añádase a todo que la
Cordera tenía la mejor pasta de vaca sufrida del mundo. Cuando se veía
emparejada bajo el yugo con cualquier compañera, fiel a la gamella5, sabía someter su voluntad a la
ajena, y horas y horas se la veía con la cerviz inclinada, la cabeza torcida,
en incómoda postura, velando en pie mientras la pareja dormía en tierra.
* * *
Antón de Chinta
comprendió que había nacido para pobre cuando palpó la imposibilidad de
cumplir aquel sueño dorado suyo de tener un corral propio con dos
yuntas por lo menos. Llegó, gracias a mil ahorros, que eran mares de sudor y purgatorios
de privaciones, llegó a la primera vaca, la Cordera, y no pasó de ahí;
antes de poder comprar la segunda se vio obligado, para pagar atrasos al amo,
el dueño de la casería que llevaba en renta, a llevar al mercado a aquel
pedazo de sus entrañas, la Cordera, el amor de sus hijos. Chinta había
muerto a los dos años de tener la Cordera en casa. El establo y la
cama del matrimonio estaban pared por medio, llamando pared a un tejido de
ramas de castaño y de cañas de maíz. La Chinta, musa de la economía en aquel
hogar miserable, había muerto mirando a la vaca por un boquete del destrozado
tabique de ramaje, señalándola como salvación de la familia.
“Cuidadla, es vuestro
sustento”, parecían decir los ojos de la pobre moribunda, que murió extenuada
de hambre y de trabajo.
El amor de los
gemelos se había concentrado en la Cordera; el regazo, que tiene su
cariño especial, que el padre no puede reemplazar, estaba al calor de la
vaca, en el establo, y allá, en el Somonte.
Todo esto lo
comprendía Antón a su manera, confusamente. De la venta necesaria no había
que decir palabra a los neños. Un sábado de julio, al ser de día, de
mal humor Antón, echó a andar hacia Gijón, llevando la Cordera por
delante, sin más atavío que el collar de esquila. Pinín y Rosa dormían. Otros
días había que despertarlos a azotes. El padre los dejó tranquilos. Al
levantarse se encontraron sin la Cordera. “Sin duda, mio pá6 la había llevado al xatu.”
No cabía otra conjetura. Pinín y Rosa opinaban que la vaca iba de mala gana;
creían ellos que no deseaba más hijos, pues todos acababa por perderlos
pronto, sin saber cómo ni cuándo.
Al oscurecer, Antón y
la Cordera entraban por la corrada7 mohínos, cansados y cubiertos de
polvo. El padre no dio explicaciones, pero los hijos adivinaron el peligro.
No había vendido,
porque nadie había querido llegar al precio que a él se le había puesto en la
cabeza. Era excesivo: un sofisma del cariño. Pedía mucho por la vaca para que
nadie se atreviese a llevársela. Los que se habían acercado a intentar
fortuna se habían alejado pronto echando pestes de aquel hombre que miraba
con ojos de rencor y desafío al que osaba insistir en acercarse al precio
fijo en que él se abroquelaba. Hasta el último momento del mercado estuvo
Antón de Chinta en el Humedal, dando plazo a la fatalidad. “No se dirá,
pensaba, que yo no quiero vender: son ellos que no me pagan la Cordera
en lo que vale.” Y, por fin, suspirando, si no satisfecho, con cierto
consuelo, volvió a emprender el camino por la carretera de Candás adelante,
entre la confusión y el ruido de cerdos y novillos, bueyes y vacas, que los
aldeanos de muchas parroquias del contorno conducían con mayor o menor
trabajo, según eran de antiguo las relaciones entre dueños y bestias.
En el Natahoyo, en el
cruce de dos caminos, todavía estuvo expuesto el de Chinta a quedarse sin la Cordera;
un vecino de Carrió que le había rondado todo el día ofreciéndole pocos duros
menos de los que pedía, le dio el último ataque, algo borracho.
El de Carrió subía,
subía, luchando entre la codicia y el capricho de llevar la vaca. Antón, como
una roca. Llegaron a tener las manos enlazadas, parados en medio de la
carretera, interrumpiendo el paso... Por fin, la codicia pudo más; el pico de
los cincuenta los separó como un abismo; se soltaron las manos, cada cual
tiró por su lado; Amón, por una calleja que, entre madreselvas que aún no
florecían y zarzamoras en flor, le condujo hasta su casa.
* * *
Desde aquel día en
que adivinaron el peligro, Pinín y Rosa no sosegaron. A media semana se personó
el mayordomo en el corral de Antón. Era otro aldeano de la misma
parroquia, de malas pulgas, cruel con los caseros atrasados. Antón,
que no admitía reprimendas, se puso lívido ante las amenazas de desahucio.
El amo no esperaba
más. Bueno, vendería la vaca a vil precio, por una merienda. Había que pagar
o quedarse en la calle.
Al sábado inmediato
acompañó al Humedal Pinín a su padre. El niño miraba con horror a los
contratistas de carnes, que eran los tiranos del mercado. La Cordera
fue comprada en su justo precio por un rematante de Castilla. Se la hizo una
señal en la piel y volvió a su establo de Puao, ya vendida, ajena, tañendo
tristemente la esquila. Detrás caminaban Antón de Chinta, taciturno, y Pinín,
con ojos como puños. Rosa, al saber la venta, se abrazó al testuz de la Cordera,
que inclinaba la cabeza a las caricias como al yugo.
“¡Se iba la vieja!”
-pensaba con el alma destrozada Antón el huraño.
“Ella ser, era una
bestia, pero sus hijos no tenían otra madre ni otra abuela.”
Aquellos días en el
pasto, en la verdura del Somonte, el silencio era fúnebre. La Cordera,
que ignoraba su suerte, descansaba y pacía como siempre, sub specie
aeternitatis, como descansaría y comería un minuto antes de que el brutal
porrazo la derribase muerta. Pero Rosa y Pinín yacían desolados, tendidos
sobre la hierba, inútil en adelante. Miraban con rencor los trenes que
pasaban, los alambres del telégrafo. Era aquel mundo desconocido, tan lejos
de ellos por un lado, y por otro el que les llevaba su Cordera.
El viernes, al
oscurecer, fue la despedida. Vino un encargado del rematante de Castilla por
la res. Pagó; bebieron un trago Antón y el comisionado, y se sacó a la quintana
la Cordera. Antón había apurado la botella; estaba exaltado; el peso
del dinero en el bolsillo le animaba también. Quería aturdirse. Hablaba
mucho, alababa las excelencias de la vaca. El otro sonreía, porque las
alabanzas de Antón eran impertinentes. ¿Que daba la res tantos y tantos xarros
de leche? ¿Que era noble en el yugo, fuerte con la carga? ¿Y qué, si dentro
de pocos días había de estar reducida a chuletas y otros bocados suculentos?
Antón no quería imaginar esto; se la figuraba viva, trabajando, sirviendo a
otro labrador, olvidada de él y de sus hijos, pero viva, feliz... Pinín y
Rosa, sentados sobre el montón de cucho8, recuerdo para ellos sentimental
de la Cordera y de los propios afanes, unidos por las manos, miraban
al enemigo con ojos de espanto y en el supremo instante se arrojaron sobre su
amiga; besos, abrazos: hubo de todo. No podían separarse de ella. Antón,
agotada de pronto la excitación del vino, cayó como un marasmo; cruzó los
brazos, y entró en el corral oscuro. Los hijos siguieron un buen trecho por
la calleja, de altos setos, el triste grupo del indiferente comisionado y la Cordera,
que iba de mala gana con un desconocido y a tales horas. Por fin, hubo que
separarse. Antón, malhumorado clamaba desde casa:
-Bah, bah, neños,
acá vos digo; basta de pamemes. Así gritaba de lejos el padre con voz
de lágrimas.
Caía la noche; por la
calleja oscura que hacían casi negra los altos setos, formando casi bóveda,
se perdió el bulto de la Cordera, que parecía negra de lejos. Después
no quedó de ella más que el tintán pausado de la esquila, desvanecido
con la distancia, entre los chirridos melancólicos de cigarras infinitas.
-¡Adiós, Cordera!
-gritaba Rosa deshecha en llanto-. ¡Adiós, Cordera de mío alma!
-¡Adiós, Cordera!
-repetía Pinín, no más sereno.
-Adiós -contestó por
último, a su modo, la esquila, perdiéndose su lamento triste, resignado,
entre los demás sonidos de la noche de julio en la aldea.
* * *
Al día siguiente, muy
temprano, a la hora de siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte.
Aquella soledad no lo había sido nunca para ellos hasta aquel día. El Somonte
sin la Cordera parecía el desierto.
De repente silbó la
máquina, apareció el humo, luego el tren. En un furgón cerrado, en unas
estrechas ventanas altas o respiraderos, vislumbraron los hermanos gemelos
cabezas de vacas que, pasmadas, miraban por aquellos tragaluces.
-¡Adiós, Cordera!
-gritó Rosa, adivinando allí a su amiga, a la vaca abuela.
-¡Adiós, Cordera!
-vociferó Pinín con la misma fe, enseñando los puños al tren, que volaba
camino de Castilla.
Y, llorando, repetía
el rapaz, más enterado que su hermana de las picardías del mundo:
-La llevan al
Matadero... Carne de vaca, para comer los señores, los curas... los indianos.
-¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Cordera!
Y Rosa y Pinín
miraban con rencor la vía, el telégrafo, los símbolos de aquel mundo enemigo,
que les arrebataba, que les devoraba a su compañera de tantas soledades, de
tantas ternuras silenciosas, para sus apetitos, para convertirla en manjares
de ricos glotones...
-¡Adiós, Cordera!...
-¡Adiós, Cordera!...
* * *
Pasaron muchos años.
Pinín se hizo mozo y se lo llevó el rey. Ardía la guerra carlista. Antón de
Chinta era casero de un cacique de los vencidos; no hubo influencia
para declarar inútil a Pinín, que, por ser, era como un roble.
Y una tarde triste de
octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren
correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo
lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago.
Rosa, casi metida por las ruedas, pudo ver un instante en un coche de tercera
multitud de cabezas de pobres quintos que gritaban, gesticulaban, saludando a
los árboles, al suelo, a los campos, a toda la patria familiar, a la pequeña,
que dejaban para ir a morir en las luchas fratricidas de la patria grande, al
servicio de un rey y de unas ideas que no conocían,
Pinín, con medio
cuerpo fuera de una ventanilla, tendió los brazos a su hermana; casi se
tocaron. Y Rosa pudo oír entre el estrépito de las ruedas y la gritería de
los reclutas la voz distinta de su hermano, que sollozaba, exclamando, como
inspirado por un recuerdo de dolor lejano:
-¡Adiós, Rosa!...
¡Adiós, Cordera!
-¡Adiós, Pinínl
¡Pinín de mío alma!...
“Allá iba, como la
otra, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. Carne de vaca para los
glotones, para los indianos; carne de su alma, carne de cañón para las
locuras del mundo, para las ambiciones ajenas.”
Entre confusiones de
dolor y de ideas, pensaba así la pobre hermana viendo el tren perderse a lo
lejos, silbando triste, con silbido que repercutían los castaños, las vegas y
los peñascos...
¡Qué sola se quedaba!
Ahora sí, ahora sí que era un desierto el prao Somonte.
-¡Adiós, Pinín!
¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba
Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del
telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el
mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la
cabeza sobre el palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El
viento cantaba en las entrañas del pino seco su canción metálica. Ahora ya lo
comprendía Rosa. Era canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte.
En las vibraciones
rápidas, como quejidos, creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la
vía adelante:
-¡Adiós, Rosa!
¡Adiós, Cordera!
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